No sé por qué pasa lo que me pasa

Con un paquete de yerba descuartizado por el trajín  ensillo por enésima vez el mate en esta tarde. Afuera llueve y adentro hace un calor húmedo al cual ya me he acostumbrado. Detrás, la guitarra desafinada que hace mucho no cambia su lugar. Cactus inmóvil, alfombra y velas. Sillón sin espacio y adornos colgados.

De los parlantes made in China asoma una musiquita de fondo con unos acordes conocidos mientras el techo de mi casa deja pasar algunas gotas. Afuera, la gente habla mientras las motos hacen ruido. Se escuchan los cubiertos golpeando contra el borde de los platos. Hay un olor a frito muy tenue pero continuo. Todavía no lave los platos del mediodía y la cama me llama para dormir una siesta a deshoras. Sobre la mesada, computadora, disco un mapa, teléfono y cámara de fotos.

Si no fuera que por la calle pasan vendedores de martabak, bakso y mie goreng. Si no fuera por eso y porque desde la terraza veo un tremendo volcán que vive y por sobre todo, si no fuera por la terrible ansiedad que me provoca saber que estoy volviendo a casa, podría estar en cualquier lugar del mundo. En cualquiera y no me importaría.

Fastidio mezclado con alegría por las mas de 40 horas que van a poner a prueba mi paciencia y van a hacer malabares con mis emociones. Ah, si aquella promesa del Caaaarlo fuera realidad (De que estoy hablando? Mira acá )

Me rindo ante la ciudad de la furia, a esa, la de los ojos tan maquillados que me tuerce el brazo hasta hacerme reconocer que la vuelta es necesaria. Que se quedaron ahí muchos amigos y gente querida. Que paso mucho tiempo antes de decidir dejarla. Y que aunque Las Flores sigue siendo el lugar preferido, siempre hay que pasar obligadamente para decir hola o adiós.

Hoy más que nunca, me siento sin dudas un traficante de comida, de alimento que una vez intercambiado, produce asombro. No tanto por el sabor, más que nada por venir desde tan lejos. Indomien o alfajores, da lo mismo, provoca las mismas caras ante los circunstanciales comensales que aprecian el esfuerzo de haber recorrido el mundo con comida en la mochila. Como aquellos tantos años yendo con milanesas y volviendo con el tupper vacío o entregando algún que otro paquete de bizcochos al guarda del tren (se entregaban los dulces, los salados no se negociaban).

Y no es que extrañe los alfajores Havanna ni la molleja porque sin dudas no es algo que comía tan habitualmente en Argentina pero lo que se añora es el sabor de lo conocido, eso que hace retranca para mantenerlo a uno siempre con ganas de volver. Entonces,  no es por la comida en sí que las memorias se amotinan y revolucionan, es por lo que representa, por lo que significa compartir, estar en el lugar, vivir el espantoso aburrimiento de la cotidianidad  Eso, que todos aborrecemos pero que encontramos poético cuando estamos a miles de km de nuestro zaguán.

No sé por qué siempre termino hablando de comida, porque en realidad, no me resulta tan importante aunque es obvio que en Argentina, siempre es protagonista.

Y como quien no quiere la cosa me di cuenta de algo que me gusta, por fin. De repente, como un pelotazo en la cara me doy cuenta de una de las pocas que me gustan. Me gusta, no pertenecer. Solo eso. Soy de allá cuando estoy acá y cuando estoy allá, creo que soy de acá. Muy al contrario de molestarme, eso me parece atractivo. sin embargo, puedo asegurar me siento mucho más cómodo sin rótulos. Me dijeron por ahí, que mas importante que saber de donde sos, debería ser a donde vas (en ingles tiene mucho mas sentido – People should ask where are you going instead of where are you from- o algo por el estilo).

Si, estoy expectante y con ganas. Paso mucho tiempo y agua abajo del puente. Ansioso, feliz y con vértigo. No sé qué me voy a encontrar allá ni me importa demasiado porque estoy seguro que sea lo que sea me va a gustar.

Chofer chofer, apure ese motor.

Sur o no sur – Kevin Johansen